domingo, 2 de febrero de 2014

La tormenta


 No hay que ser un gurú del clima, para aprender a leer el cielo.

 Por lo menos no en mi pueblo.

 Yo lo sé leer a la perfección.

 Incluso creo leerlo mejor que el viejo sabio.

 Claro que esto no lo ando expresando a viva voz por ahí.

No es de buena educación compararse con el viejo sabio. No estaría bien visto. Menos decir ser superior. Y menos que menos hacer todo esto siendo tan jóven como lo soy yo.

 La tormenta se acerca.

 Las nubes la delatan. Piden permiso a las montañas para bordearlas. Los primeros rayos a lo lejos iluminan el ya oscurecido paisaje.

 La gente se alerta y se prepara. Llevan a sus niños adentro. Guardan a sus animales para evitar que se ahoguen. Improvisan canaletas de tierra para evitar inundaciones.

 No es para menos. En los últimos meses siempre que llovió tardó en parar. Siempre que llovió llovió estrepitosamente.

 La tormenta no anda con rodeos. No tiene piedad.

 La tormenta se cobró víctimas. Víctimas materiales. Víctimas animales. Y personas. Padres. Abuelos. Hijos. Hermanos. Amigos.

 Todos se esconden. Pero yo me quedo acá. La tormenta me quitó hace tiempo lo que mas apreciaba. Desde aquella tarde, siempre que vuelve me quedo acá afuera, esperándola. A ver si me devuelve eso que me sacó.

 La tormenta nos acecha.

 Ya no tengo miedo a mojarme. Ni tampoco a enfermarme. Yo ya no me enfermo, me volví inmune. Mi cuerpo se acostumbró a las consecuencias de quedarse horas y horas debajo de ella.

 Quedan pocas personas fuera de sus casas, terminando de tomar las precauciones necesarias. Ya no me dicen nada. Me dejan tranquilo.

 No fue siempre así. Al principio acudían en lo que ellos creían que podía llegar a ser mi ayuda. Me decían que iba a llover. Y que iba a llover feo. Que me fuera a mi casa. Que me cubriera.

 Pero yo les hacía caso omiso. De hecho un par de veces me agarraron entre dos o tres personas, y me llevaban bajo un techo.

 Pero yo siempre me terminaba escapando. Porque mi cita con la tormenta es impostergable. Mi encuentro con ella es ineludible.

 La tormenta llegó. Está sobre el pueblo. Está sobre mí.

 A modo de grito de guerra, un trueno hace resonar el cielo. Las primeras gotas comienzan a impactarse en el suelo. En mi cuerpo. Dejan una marca redonda y grande. Son frías, pero ya no me estremecen la piel como las primeras veces. Cada vez el lapso de silencio entre gota y gota se hace mas corto. Hasta que la tormenta comienza a reproducir su orquesta diluvial. Es una masa de ruido de lluvia constante, y tan intensa que hasta llega a apaciguar el estruendo del choque de las nubes.

 No les tengo miedo a los rayos. Nunca caen de este lado de las montañas. Se quedan del otro lado, como centinelas advirtiéndoles al viento que sople para otro lado.

 En cada instante en que el pueblo entero y mas allá de este se ilumina con la luz de cada rayo, yo espero que la tormenta me lo devuelva.

 Mis prendas de vestir comienzan a pesarme de lo empapadas que están. Mi cabello es una cascada. Pero yo de acá no me voy. Yo acá me quedo. Esperando.

 Pasan los minutos. Pasan las horas. La tormenta o se mantiene en su intensidad o la aumenta. Pero nunca la disminuye. Solo cuando se retira.

 La canaleta de una de las casas vecinas no soporta el caudal. Sus habitantes salen de su interior cuando el agua comienza a invadir sus aposentos. La desesperación y el terror se reflejan en sus rostros como el cielo se reflejará en los espejos de agua que deje la tormenta al cabo de unas horas.

 Yo sigo esperando porque tengo que hacerlo, no porque tenga fe o esperanza. Hace bastante que no salgo a enfrentarme a la tormenta con la esperanza como espada y la fe como escudo. La tormenta me desarmó rápidamente. Y ya no pude recuperarlas. Pero acá estoy. Yo de acá no me muevo. Y espero. Seguiré esperando. Porque tengo que hacerlo.

 Así como leí que llegaba, comienzo a darme cuenta de que la tormenta ya tuvo suficiente por hoy. La lluvia poco a poco comienza a cesar. Los rayos y truenos se retiran del cielo. Pasarán unas cuantas horas mas hasta que las nubes le cedan el turno al sol de reinar el firmamento. O a las estrellas.

 Terminó. Pero volverá a pasar. Una vez mas el cielo me quedó debiendo. Pero no importa. La tormenta volverá, y acá estaré yo, esperándola.

jueves, 24 de octubre de 2013

El Envión


 Y finalmente estaba en la terraza, luego de ese tramo en el ascensor que se le había hecho eterno. El bullicio de la ciudad lo desconcertó. No estaba seguro de hacerlo. De hecho, no quería hacerlo, no quería estar ahí. Quería estar en su casa mirando televisión, o en la casa de Ezequiel jugando videojuegos con él. Incluso prefería estar en lo de su tía Lidia, aguantando sus comentarios. Agustín quería ser normal, como lo fue toda su vida hasta que cumplió los 18. Parecía tan lejano ya ese cumpleaños atípico (el mas atípico que pudiese existir, seguro) y solo habían pasado algo mas de ocho meses.

 Y allí se encontraba. En la cima de uno de los edificios mas altos de la ciudad. Tenía que hacerlo. No podía seguir especulando, suponiendo. Se acercó hasta uno de los bordes y se asomó su vista por la cornisa. Allá lejos, abajo de todo el centro cumplía su rutina. Hombres de traje con sus portafolios hablando por celular. Mujeres bien vestidas con bolsas de compras en la mano y una sonrisa en la cara. Chicos de la edad de Agustín compartiendo una gaseosa riendo, compartiendo un momento de diversión, de felicidad. Trabajadores. Algún que otro carenciado pidiendo monedas siendo ignorado por la mayoría de los transeúntes. Y el tráfico totalmente colapsado, como no podía ser de otra manera. Los autos quejándose con sus bocinas, que aún a tantos metros de distancia de ellas resultaban igual de molestas.

 Agustín, sin tener la necesidad de leerle la mente a cualquiera de las personas que se encontraban deambulando allá abajo, sabía perfectamente que ninguno de ellos, tuviese el problema que tuviese, tendría uno mas grave que el que él venía afrontando en los últimos meses.

 -Están todos tomando un rol, cumpliendo un papel. Y piensan que están viviendo una realidad cuando no es mas que un guión- Pensó Agustín.

 Se subió a la cornisa. Tenía apoyadas sus manos y una de sus rodillas en ella. La sola impresión de que realmente lo estaba por hacer le ocasionó vértigo y un súbito mareo. Agustín se tuvo que bajar de inmediato. Retrocedió dirigiéndose hacia la puerta por la que había entrado mientras se tomaba la cabeza.

 Él estaba seguro de que todo saldría bien. Pero una parte de él seguía pensando que su intento podría acabar con su vida. Esa parte de él que creía eso era la que seguía viviendo en el mismo mundo en el que vivía toda la gente que él había observado hace instantes, allá abajo en las calles. Esa parte seguía perteneciendo a aquel lugar en donde las personas no tenían que andar con cuidado de que otras personas supieran lo que estaban pensando, en donde para mover las cosas tenías que entrar en contacto físico con ellas y en donde los instructores de los institutos educativos no te enseñaban a crear fuego desde tu mismísima mano.

 Agustín sonrió. Puede que él quisiese ser normal como todos los de allá abajo, y que extrañase los problemas de la gente común y corriente; pero en definitiva estaba viviendo algo extraordinario. Volteó y observó de nuevo la cornisa. Y en ese momento ocurrió. De la nada, volvió a aparecer ese aguilucho blanco como la nieve. Agustín estaba completamente seguro de que era el mismo que se había aparecido en el campo de batalla en su primera prueba y en el barranco cuando pasó eso por primera vez, eso mismo que lo conllevó a estar ahora mismo en este lugar.

 No necesitaba mas. Miró de vuelta la cornisa, respiró profundo y a toda velocidad se dirigió hacia ella. En cuanto su pie se apoyó en la cornisa para tomar el impulso, y hasta que sintió el viento fuerte en la cara producto de la caída, Agustín mantuvo los ojos cerrados. Cuando los abrió, lo mismo que estaba contemplando hace minutos se encontraba ahora debajo de él, cada vez mas cerca. Y antes de que pudiese empezar a tener miedo, extendió los brazos de par en par y se elevó.

 Tuvo que esquivar al edificio que tenía enfrente. Una vez que hizo eso siguió erigiéndose en los aires hasta que tuviese la certeza de que no podía ser observado por nadie que mirase al cielo, no quería tener otro problema mas, Elías lo reprendería duramente esta vez si volvía a pasar algo así.

 Hablando de Elías, Agustín recordó mientras observaba toda la ciudad una de las primeras enseñanzas que su mentor le había adoctrinado. "Está todo en tu cabeza". Ahora, mas que nunca, Agustín estaba completamente seguro de ello.